lunes, 9 de abril de 2018

“Un solo país, una sola tierra”: Reseña de "El árbol de Sefarad", de Lola Robles



Donald Webber es un soldado estadounidense al que le estalla una mina bajo los pies.

Judith es una mujer con un reto: cruzar el Estrecho de Bering helado desde el Cono Sur, y continuar tras los pasos de la Nadia de Miguel Strogoff y Julio Verne.

De fondo, un grupo de activistas y unas elecciones.

Un nombre entre líneas: Aaron Kafati-Jechiel. KJ.

El tiempo de la novela es posterior en unos años al momento actual.

Los “Enclaves” son uno de los hallazgos, de las pequeñas o grandes utopías que nos persiguen desde hace siglos y que pueden volverse realidad.


Todos ellos, todos personajes, coinciden en ese momento y en un lugar: El llamado “Enclave Ocho”, a las afueras de Madrid.


Puerta de Damasco, Jerusalén, hacia 1900

Desde su trepidante inicio, la violencia jalona con sus muchas caras el desarrollo de la narración; no en vano, el corazón de la historia es otra utopía: un único Estado en paz en lo que hoy es Palestina e Israel.


Así, no sólo asistimos al uso físico o psicológico de la violencia: Es a Webber, quien paradójicamente vuelve a aprender a andar con prótesis y sueña con su infancia y primera juventud en Montana, a quien le toca la perversión del lenguaje.

Cuando Paul Fussell, en su magnífico y demoledor ensayo de 1975 “La Gran Guerra y la memoria moderna”, que no ha perdido ni un ápice de su análisis y lúcida visión, hablaba del “lenguaje elevado”, establecía una larga lista de equivalencias, entre otras:
El enemigo es                      una hueste
Los muertos en batalla son   caídos
El frente es                          el campo
La guerra es                        la lucha
El objetivo de un ataque es   la meta
La muerte de uno es            su destino

Y otra, muy significativa para nuestra novela:
Los brazos y piernas de los jóvenes son    extremidades.


La vida de Donald también está desde ese momento más mediatizada por las
palabras –y él es consciente-, ésas que encubren, disimulan, escamotean:

Estado del cuerpo tras mutilación grave   condición física
El estallido de una mina bajo los pies       accidente
Acciones de descrédito                           falsa bandera
Proyecto de asesinato                            misión
Persona a la que se pretende asesinar     objetivo                           


Río Jordán, hacia 1900


“Durante los años en que había vivido en el Enclave Ocho, Enric se había dado cuenta de que los humanos basculaban de manera permanente entre las tendencia egoísta y la solidaria, salirse con la suya o ceder de algún modo.”


La parte emocional, sus conflictos, recae del lado de los habitantes del Enclave Ocho,  reflejo de cualquier agrupación humana.

“Posiciones, compañías”.

Es esta parte un inventario de manipulaciones varias, utilización de los otros, sospechas, estrategias; ideales sinceros, lucha con la propia ira; celos, personalismos, dependencias.

Contrastes tan oscuros o suaves como los colores de la ropa de Blanca, uno de los personajes  más escasos de autocontrol.

Como dice el personaje de Mar, “el problema era que habían empezado sin prepararse bien para lo inevitable de los conflictos personales y de grupo, el juego de los egos y de poder que tenía que darse, por muy buena voluntad que se tuviese. Los activistas (…) intentaban cambiar la sociedad, su país, el mundo, sin tratar antes de transformar los propios grupos que iban formando, destruyendo y volviendo a construir.”

Son estos párrafos los que llevan más “carga”, en el sentido de que están muy bien desarrollados, acordes con la realidad de lo que ocurre en los grupos, sean del tipo que sean; relaciones y emociones que parece que no somos capaces de poner a nuestro favor, de facilitar o construir relaciones sanas.



Vista aérea del Palacio de Herodes, cercanías de Belén
 (Foto: Tatzpit Aerial Photography/National)


Los enclaves aparecen como una nueva organización social, “surgieron cuando se vio que ya no había alternativa real al capitalismo financiero globalizado y la política tradicional.”

“La idea era adquirir terrenos, si ya había casas en él, habitarlas, y si no, construirlas. Usar energías alternativas cuando fuese posible. Que hubiera toda una serie de bienes comunes, como esa energía, la vivienda, el agua, la comida, la tierra. Eso sí, se decidió que pagáramos impuestos al Estado, comunidades autónomas y municipios por la luz, el agua, los servicios de salud y, claro está, para colaborar con los demás habitantes de este país. A cambio de vivir aquí hay que trabajar en la medida de las posibilidades de cada quién.”

El Enclave 8 se une y resiste ante una intuida amenaza como Donald.


En ese pequeño salto temporal posterior a este 2018, asistimos a aspectos humanos cubiertos por siglos de polvo mediocre y censor (otro modo de violencia), a los que la visibilidad de nuestros días nos permite acceder.

Aunque el personaje de Enric nos ilustra sobre la naturalidad con que se vivía la sexualidad en la Antigüedad clásica, o el origen de los castrati, la narración no pierde de vista el talante de nuestra época, en temas controvertidos como la búsqueda de descendencia, aunque en consonancia con la sed de narcisismo que destila la comodidad de las élites; el deseo de una imagen del hijo adulterada y personalista, los espejismos “que sólo reflejan lo que tú deseas”, olvidando al ser humano:
 “La inseguridad de siempre respecto de su propio cuerpo, el miedo al daño de su alma. El temor permanecía allí, como un perro fiel. Entregarse a alguien era demasiado peligroso, era quedar a su merced. Mejor no intentarlo siquiera.”
Mar Muerto, junio 1900. Fotografía: Gertrude Bell
(Fuente: www.eleanorscottarcheology.com)


No identificada con el sistema binario de género, diferente es la lucha de Nuria, “limpiando” redes sociales, hastiada del entorno tecnológico, luchando a duras penas con su propia ira hacia la agresividad  “on line” que combate:
“Tampoco aguanto la ignorancia que hay en este país. Ignorancia y brutalidad.”


Desde fuera, resulta incomprensible el aparentemente insalvable escalón entre palestinos e israelíes, causa estupor la evidencia de lo que constituiría una verdadera revolución: la unidad, trabajar en la misma tierra; ¿no es ésta la mejor estrategia para sobrevivir en un medio físico, económico y digital cada vez más hostil y amenazante?

Claramente identificamos a Kafati-Jechiel con ese “ser un solo país, una sola tierra” de la autora, y deseamos que venga, que surja, que exista.

Creo que lo que Lola Robles quiere transmitir también, aparte de “una solución no violenta al conflicto” palestino-israelí -“nuestros dos pueblos serán uno”, como lo expresó la activista argentina que cita en su blog-, es una reflexión sobre nuestro futuro más cercano, sobre cómo van a evolucionar ciertos aspectos, como la forma de organización social. Qué decisiones vamos a tomar.

Porque, realmente, hay un enfrentamiento entre dos posturas del mundo: quienes quieren el control a toda costa y no desean cambios y manejan el conflicto como un modo de su propia supervivencia para determinados intereses; y aquellos otros que necesitan una salida; que no es que quieran romper ya con nada, sino que necesitan una salida, y buscan una salida que no esté controlada por y para unos pocos.


Obviamente, no voy a dar pistas sobre el final de la novela.
Lola y los lectores, a esas alturas, nos preguntamos cuántos árboles de Sefarad hay que plantar, qué lúgubres sombras e historias cobijarán.

La novela se cierra con un poema de Salvador Espriu; éstos son los últimos versos:
“Bajemos, por las palabras,
todo el pozo del espanto:
las palabras frágiles nos alzarán
hacia una nueva claridad.”


Confiemos. 

Puerta de Damasco Jerusalem Light Festival
Fotografía: Ron Peled (www.allaboutjerusalem.com)

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